Hace un siglo que Franz Kafka escribió su célebre relato en el que nos cuenta la triste historia del Gregor Samsa, aquel joven vendedor de telas que una buena mañana al despertar descubrió para su sorpresa que se había transformado en un gigantesco insecto. Ciertamente, el mundo ha cambiado mucho desde aquellos tiempos del imperio austro-húngaro que tanto fascinaban al cineasta Luis García Berlanga. Pero, sin duda, lo que nunca podía imaginar el escritor checo es que pasados estos cien años, el término kafkiano acabaría adquiriendo connotaciones costumbristas en esto que se ha venido en llamar la Unión Europea.
Un buen ejemplo de esta lógica, esquizofrénica y tecnocrática a un tiempo, la encontramos en la forma en cómo los responsables europeos han abordado dos de los más sangrantes problemas que afectan el continente: la crisis griega y la llegada de refugiados e inmigrantes hasta sus fronteras. Resulta cuanto menos curioso constatar el histerismo contradictorio y burocrático con que se han afrontado ambos, y el modo en que se han trasladado a la opinión pública. Una excitación sobreactuada que en los dos casos ha tenido como telón de fondo ese concepto cada día más devaluado que es la soberanía, si bien en esto -como en todo- existen sus diferencias según los apellidos que gaste.
La soberanía nacional, por ejemplo, sigue gozando de buena salud para los gobiernos. Ella sirve para dinamitar los tímidos planes con que la Comisión Europea pretendía establecer un sistema de cuotas para distribuir entre sus miembros a unas 20.000 personas que alcanzaron el Viejo Continente sin ahogarse en el intento. A la envejecida España le correspondía la descomunal cifra de 1.549 personas, una magnitud inaceptable a juicio del ministro Margallo que considera estas directrices de una tosquedad insoportable para nuestra delicada e inocencia soberanía nacional.
Paradójicamente, cuando lo que llama a nuestras puertas no son sospechosos africanos sino inmaculados hombres de negro con sus recetas de la troika, la soberanía nacional parece sentirse fascinada con sus educadas maneras. Los planes de austeridad, los recortes en servicios públicos, la desreglamentación de los mercados, la precarización de los empleos o la rebaja de los salarios dejan de ser imposiciones que ponen en peligro nuestra sociedad, para presentarse como recetas con las que sanar nuestras dolencias económicas. Especialmente para aquellos 178.000 españoles, encarnación privilegiada de la soberanía nacional, que han sabido estos años sacar partido al hundimiento del resto de sus compatriotas haciéndose más ricos.
El pensionista, el parado, los miles de pobres que hace tiempo que perdieron el consuelo de la solemnidad, ese 90% de la demografía atropellada, quedará fuera del grupo de elegidos por las cifras macroeconómicas. Ellos tan solo pueden aspirar a integrarse en la agotada comunidad que encarna la otra soberanía, esa que se presenta con el apellido jacobino de popular. A condición, claro está, de que renuncien a ejercerla. Podrán como mucho sentirse indignados, pero preferentemente con una indignación resignada, asumiendo la condición de mayoría silenciosa dispuesta a otorgar ya cualquier cosa a fuerza de tanto callar. Porque si el hartazgo le impulsa a pedir la palabra la desconfianza caerá irremediablemente sobre ellos, cuando no la porra del policía, la sentencia del juez o los barrotes del carcelero.
Y es que la soberanía popular desata una atávica desconfianza histérica desde los tiempos de Luis XVI. Por eso no sorprende que el capital financiero (los deudores, como prefieren ser denominados, asumiendo un papel de víctimas), el Eurogrupo y el Fondo Monetario Internacional hayan cerrado filas estos días con motivo del referéndum griego. No es para menos. “¿Cómo esperas que la gente común entienda de estos asuntos complejos?”, le replicaron los tecnócratas de Bruselas al ministro de Economía Yanis Varaufakis. Para reforzar el argumento, nuestra ministra de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, Isabel García Tejerina, fue más directa: “ojo, que las urnas son peligrosas”. A veces hasta las carga el diablo, ese ser maléfico con indisimulada inclinación cromática hacia lo rojo.
Sí, definitivamente, el problema es que la gente está dispuesta a hablar de lo que no sabe, privilegio reservado a los tertulianos de televisión. Y luego pasa lo que pasa. Por eso algunos como Rajoy se sienten más cómodos aplicando mordazas que otorgando palabras potencialmente peligrosas. Es lo que traen estos extraños tiempos de democracia vigilada y neokafkiana.
Deja una respuesta