Los mitos tienen el poder de adherirse a nosotros con una dureza irresistible. Tampoco debe sorprendernos; al fin y al cabo, están hechos con el mismo material que aquel Halcón Maltés de Bogart: los sueños. Fidel Castro era uno de estos mitos. Por eso su muerte nos estremece. Coherente con su condición mítica, Fidel se marcha el mismo día en que, sesenta años antes, el entonces joven guerrillero embarcaba decidido a impulsar la revolución cubana. Solo que hoy el timón del Granma llega conducido por la mano de Caronte.
En realidad, la sombra del mito le acompañó siempre. Cuando los guerrilleros bajaron de Sierra Maestra, no pasó desapercibido que los colores rojinegros de su bandera eran los mismos que encarnaban a Elleguá, la divinidad de la santería símbolo del destino. El 8 de enero de 1959, mientras daba su primer discurso en La Habana, una paloma blanca se posó en su hombro confirmándole como el elegido de Obatalá, la deidad creadora del hombre y el buen gobierno.
Más aún, Fidel convirtió a Cuba en otro mito: la dignidad frente a un Imperio atónito que reaccionaba iracundo en Bahía de Cochinos, con cientos de planes para asesinarle o con un brutal bloqueo cuyas consecuencias aún sufre la isla. Para entonces Cuba ya era un mito en América Latina y el Tercer Mundo con el Che en Bolivia, sus médicos en Nicaragua, sus combatientes en Angola, su apoyo a Mandela. También la izquierda europea se dejó seducir por unos barbudos que parecían heredar el ideal romántico de 1848. En vísperas del Mayo Francés, Cuba traía el aroma de un socialismo tropical que parecía sacudirse la frialdad del socialismo realmente existente al otro lado del Telón de Acero. Ello a pesar de que, tras el bloqueo, afianzó su modelo sobre los lazos con una URSS de la que dependería toda su economía.
Con todo, Fidel continuó cortejando a aquella izquierda no siempre en sintonía con Moscú. Y aunque no pocos, marxistas incluidos, terminaron marcando distancias, siguió conservando su aureola de gigante verde oliva, orador electrizante, trabajador infatigable y austero. Siempre coherente con sus ideas, hasta sus últimas consecuencias: en la crisis de los misiles defenderá la firmeza hasta el final; cuando el desmerengamiento de la URSS hizo tambalear la isla, perseverará en el socialismo. Así forjó su imagen de mitad soldado y mitad monje.
Y la misma entereza exigía a su pueblo. A cambio el régimen garantizaba una sanidad y una educación de referencia internacional, una seguridad envidiable fuera de sus fronteras y el orgullo de un país digno. Nada menos en un mundo que el tsunami neoliberal hunde en la desigualdad y la precariedad. Pero nada más, especialmente para aquellos que sin sus convicciones, o ajenos a la nomenklatura del Partido, afrontan la cotidianidad en un país arruinado al que solo el petróleo venezolano ha salvado estos años del abismo. Un pueblo cansado de conjugar el verbo “resolver”, esa maravillosa habilidad cubana para sobrellevar el día a día.
Así, para muchos la única alternativa será salir, casarse con algún turista o embarcar, los más temerarios, en una endeble balsa como las que a miles se echaron al mar en 1994. Porque repitiendo cegueras soviéticas, no les dejará ni el consuelo de la disidencia. Hasta este papel lo acaparaba Castro al autoproclamarse el crítico número uno. Aunque no solo él eclipsará su voz. También lo harán desde Miami aquellos empeñados en confundir futuro con revancha.
Sí, con Fidel muere un mito, el último del siglo XX. Aunque el hombre que nos deja era solo una sombra del Hércules que fue. Ya no era el omnipresente que controlaba el último detalle, el que exigía a los cirujanos anestesia local para poder seguir trabajando mientras le operaban. Desde que su salud le obligó a traspasar el poder a su hermano Raúl, Fidel era un anciano frágil que había sustituido el uniforme y su Browning de 15 tiros al cinto, por el chándal de jubilado.
Ello no le impidió seguir en la batalla por las ideas. Sabio en los diagnósticos del capitalismo globalizado, pero incapaz de asumir el fracaso de sus soluciones. Manuel Vázquez Montalbán se preguntó una vez si Fidel acabaría comprendiendo que “la revolución ya no es lo que era y que, como en los boleros, representa lo que pudo haber sido y no fue o que, como en los tangos, se ha ido con otro”. No lo creo. “Yo muero mañana y mi influencia puede crecer”, dijo en una ocasión. Fidel se sabía un mito. Y los mitos no saben de boleros
Ilustración: Eduardo Luzzatti
Artículo publiado en Cartelera Turia
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