“Soy libre. No puedo hablar”. Con estas palabras regresó a su casa la pasada semana el artista chino Ai Weiwei. Atrás dejaba tres meses de cárcel por su actitud crítica hacia las autoridades de Pekín. No ha sido el único caso después de que en los últimos meses el gobierno chino incrementara la presión contra la disidencia, temeroso de un contagio de la revuelta árabe. Con una frase similar anunciaba anteayer Zeng Jingyan la excarcelación de su esposo Hu Jia, preso desde 2007. Ambos testimonios demuestran una vez más que para el Estado, para cualquier estado, no hay libertad más perfecta que la del silencio, el ejercicio democrático del enmudecimiento. Y es que el mutismo cívico evita el incómodo deber de la respuesta, un mal trago para todo gobernante obligado a elegir entre las poco elegantes formas de la represión, o las finas maneras liberales de hacer oídos sordos. Una tercera opción, el diálogo con quien le interpela, raramente se adopta, ni en la cerrada China de Hu Jintao, ni en la España de José Luis Rodríguez Zapatero.
Detrás de este comportamiento gubernamental está su sospecha hacia los súbditos, percibidos como menores de edad con una inevitable tendencia a la equivocación. Ciudadanos incapaces de comprender el oráculo del mercado anunciando las mayores desgracias griegas para quienes no acaten los designios de Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch. Ciudadanos ciegos, que se niegan a querer ver que detrás de Bildu se esconde ETA y que, en su impertinencia, pueden llegar a cuestionar el encarcelamiento de Ornaldo Otegi o hasta de resistir a los intentos de detención de Aurore Martin en Bayona. Ciudadanos irresponsables frente a los que no faltarán próceres dispuestos a salvar el interés general a golpe de recortes sociales, o a promover la pinza PP-PSOE que evita a los “terroristas” conquistar las instituciones. En suma, hombres de Estado decididos a tomar las decisiones que hay que tomar para el buen funcionamiento de una sociedad que como mejor está es callada.
Frente a esto, la gran carga subversiva que ha conseguido reactivar el movimiento 15M en las últimas semanas ha sido su reivindicación de la palabra, su uso y, en ocasiones, hasta su abuso. No es extraño, pues, que días atrás, los acampados en Puerta de Sol dedicaran buena parte de una inacabable asamblea a debatir la conveniencia de sustituir los minutos de silencio por minutos de algarabía, cansados como estaban de tantos años de mutismo conformista. La palabra redescubre así su potencial capacidad de disidencia, de verbalizar que las cosas podrían ser de otra forma, frente a un silencio siempre dispuesto a la condescendencia del que calla otorgando resignación frente a lo existente.
A cambio, el silencio es compensado. Su acatamiento permite a Ai Weiwei y Hu Jiu regresar a casa para dejar de ser Ai Weiwei y Hu Jiu. Ahora bien, si se hace con entusiasmo, complicidad y ánimo colaborador, el supuesto sacrificio de olvidarse de los sonidos y del alfabeto tendrá, para los elegidos, una buena recompensa. A Lola Johnson, por ejemplo, su maestría en el arte de la afonía voluntaria ante la corrupción practicado durante todos estos años al frente de RTVV, la han convertido en portavoz –o portamudez– del Consell de Francisco Camps. Evidencia palpable de que para el poder un buen silencio vale más que mil palabras.
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