Hubo un tiempo en el que los marinos helenos temían a la furia de Poseidón, capaz de desviar navíos de su ruta para conducirlo a los abismos sin más motivo que su maleficencia. Era el tiempo en que Polifemo, el cíclope, devoraba a los desdichados que se aventuraban hasta su gruta, o cuando Antífate, al frente de los gigantes lestringones, condenaba al suplicio del canibalismo a los navegantes que las mareas conducían por azar hasta las puertas de su fortaleza de Lamo. Sólo los más osados e inteligentes, como Ulises, lograban en su determinación por alcanzar Itaca, enfrentarse con éxito a los horrores que le aguardaban en su periplo. Al resto de mortales solo le quedaba la sumisión del pánico.
Siglos más tarde, otro griego trataría de conjurar con sus melancólicos versos todos aquellos temores atávicos. Fue así como desde las milenarias callejueles de Alejandría, Cavafis nos animó a desplegar las velas al viento en busca de nuestro destino, tras asegurarnos que en nuestro navegar hacia las tierras anheladas nunca hallaríamos ni la fiereza de los lestringones, ni la crueldad del cíclope, ni la ira de Poseidón. Ninguno de esos peligros nos acecharían en nuestro viaje por la sencilla razón de que, según el poeta, tales seres no existían.
Hoy, sin embargo, otros habitantes de tierras helenas vienen a sacarnos del error al que nos condujo las vanas esperanzas de Cavafis. Porque tanto los gigantes antropófagos como los dioses iracundos parecen retornar de las tierras míticas para dejar caer sus maldiciones de nuevo sobre los mortales. Solo que ahora sus monstruosas crueldades no se hallan escondidas en escarpadas islas, ni en las sagradas geografías del Olimpo. En estos días sus maleficios y condenas nos están esperando en los encerados despachos de bancos franceses o alemanes, o en las oficinas de Bruselas donde Nicolas Sarkozy y Angela Merkel se transfiguran en los corifeos de una contemporánea tragedia sin sentido.
El pueblo griego aparece condenado de este modo a un destino sin solución, como el que atormentaba a Sísifo. Eso sí, con el mito renovado, modernizado, capaz de transformar la pesada roca en un perpetuo plan de ajusta ideado por una deidad financiera. Y el golpe del monstruo, surgiendo entra las terrenales nubes de las bombas de humo, aguardará inmisericorde a quien no asuma resignado esta condena al Hades del neoliberalismo.
Los dioses quieren así una Grecia sumisa a sus designios. No sorprende, por ello, que sea precisamente allí, en las helénicas costas de Creta donde una divinidad de Oriente ha decidido detener la determinación de una flota ávida por romper el maleficio que ahoga la vecina tierra palestina. Aunque esa es otra historia… O quizás no. Porque al fin y al cabo, si estos nuevos navegantes alcanzan su destino, los resistentes de la heroica Hélade tal vez volverán a creer en un mundo donde ni Poseidon, ni los cíclopes, ni los salvajes lestringones les amenacen con existir
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