Max Aub siempre creyó que uno es de donde estudia el bachillerato. Y no le faltaba razón pues en esos años adolescentes, cada uno va descubriéndose quién es cada cual, enfrentando las primeras esperanzas y los primeros desengaños, las primeras caricias y los primeros golpes, todo aquello, en fin, que acaba perfilando su personalidad y sentando las bases de su biografía. Por eso, el desterrado perpetuo que fue Max Aub, hijo de padre alemán y madre francesa, nacido en París, afincado en Segorbe y fallecido en México, resolvió hacerse español hasta la médula, una decisión fatal que terminó condenándole a nuevos exilios.
En mi época, por fortuna, las vivencias del bachillerato no te empujaban al destierro, pero sí te dejaban a la intemperie. Un paraje demasiado inhóspito para vivir, del que se intenta escapar buscando lugares más propicios en los que cobijarse. Uno de esos refugios fueron las librerías. En ellas aprendí a refugiarme desde aquella lejana juventud que fui forjándome entre las estanterías de El Puerto, la librería que regenta Elías Yanini en el Port de Sagunt en la que durante años acumulé café, amistades, libros, tertulias y deudas. Por desgracia, hoy al intentar recuperarlas descubro que muchas de aquellas islas no han aguantado esa impiedad de los tiempos que sociólogos y economistas prefieren denominar cambio de los hábitos de consumo.
Mi última estancia por Valencia, por ejemplo, me permitió cumplir con el ritual de aquel que acude a despedirse del amigo agonizante y pude llegar a tiempo para decir adiós a la Valdeska. Sergio, el libretero que durante más de treinta años cuidó de sus exquisitos fondos, nos consolaba a los entristecidos clientes que cruzábamos por última vez su puerta, animándonos a no caer excesivamente en la melancolía y la tristeza, invitándonos a no lamentar aquel final mucho más de lo que haríamos con aquella pastelería clausurada que alguna vez nos deleitó con sus dulzuras. Consejo sabio, pero difícil del cumplir conscientes de quedar desposeídos de uno de esos pocos oasis que aún podían reconfortarnos en mitad del desierto.
Oasis como la librería Leonardo da Vinci, que tanto me reconfortó cuando llegué a Rio de Janeiro, espacio cálido y protector en esta ciudad tan rica en matices para amarla y detestarla. Este establecimiento inaugurado por Dona Vanna hace 61 años, refugio para la intelectualidad carioca durante décadas, capaz de sobrevivir a los incendiarios desmanes de la dictadura, ha terminado asfixiado por unos tiempos cambiados por la virtualidad implacable de Amazon. Hoy, Milena Piracciani, la hija de Dona Vanna, acompaña con la ternura de quien consuela a un ser querido en su trance final, los últimos días de un establecimiento en cuyos maravillosos fondos todavía se pueden encontrar libros españoles con los precios en pesetas. Dentro de unas semanas, la veterana librería a la que dedicara sus versos Carlos Drummond, será traspasada a unos inversores de São Paulo que sólo conservarán de su histórico pasado a penas el nombre.
Pero no sólo las viejas librerías nos van dejando más solos. El tiempo también se ha encargado de ir clausurando otros espacios donde protegernos de las tempestades, especialmente implacable en estas valencianas. La Cervecería Madrid en el corazón de Valencia, las noctámbulas catatumbas del Capsa, cuando el barrio del Carmen protegido por Blanquita, todavía no había sucumbido a la modernización Rita Barberá; el familiar Pub Mediterráneo junto a la playa del Port, el Perdido Club de Jazz, aquel paraíso de luces y sombras que fueron los cines Albatros, el Espai Moma, el bar Líbano… La lista es tan extensa que resulta imposible continuarla sin rendirse al desasosiego.
Por eso, cuando algunos de estos espacios, físicos o imaginarios pero siempre compartidos, logran resistir con uñas y dientes y continuar acumulando años, notamos ese alivio que provoca el no sentirnos tan solos. La Túria y su más de medio siglo acumulado es uno de ellos. Otro, bastante más joven, tiene reminiscencias magiares, tal vez por influjo de aquel imperio austro-húngaro que tanto fascinaba a Luis García Berlanga. Se trata de la Companyia Hongaresa de Teatre que estos días conmemora sus veinte años de vida, una utopía escénica nacida en el Port de Sagunt de la voluntad dramatúrgica de Paco Zarzoso y la catalana Lluïsa Cunillé, junto a la perseverancia apasionada de la actriz Lola López. A su locura teatral le debemos ese espacio que ha terminado dando cobijo a “las tribus tristes de los húngaros”.
Tristes, de esa peculiar “tristeza húngara”, pero generosas. Porque a diferencia del país que preside el intransigente Viktor Orbvan, si algo ha caracterizado a la Hongaresa durante todo este tiempo es su generosidad para recibir exiliados. Por ella han pasado, de uno u otra forma, los más variados náufragos: Pep Ricart, Laura Useletti, Juan Ramón Soriano, Xavier Albertí, Jaime Giménez de Haro, Gonzalo Montiel, Damián López Gonçalves, Toni Sancho, Juan Mandli, Javier Quintanilla, Sonia Cejudo, Ximo Olcina, Victoria Enguídanos, Giovanna Ribes… La cámara de Jordi Pla fue recopilando las escenas de estos años que ahora ha reunido en la exposición organizada con motivo de la conmemoración de estas dos décadas de la compañía.
Con cada uno de estos años, con veintiséis espectáculos producidos, Hongaresa ha ido tejiendo una realidad hecha de palabra y gesto, de evocación y desnudez, de matices tenues más que de perfiles acentuados, de susurros desvergonzados más que gritos previsibles. Ha creado un territorio elástico y sólido a la vez, capaz de proyectarse desde las playas del Mediterráneo a las esquinas malevas de Buenos Aires, en la que sus habitantes aprendieron a soportar el frío de esa intemperie que amenaza ahí afuera, lejos las “fronteras magníficas del vino”, del calor reconfortante de la sala que se queda a oscuras cuando empieza la función, ese refugio imposible que es el teatro, ese espacio que, compartiendo complicidades con los desertores húngaros, tanto supo amar Josep Lluis Sirera.
Publicado en: Cartelera Turia
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