
El azar hace curiosas combinaciones. Esta vez ha querido que la misma semana hayan coincidido el estreno de El hombre de las mil caras de Alberto García y la mayor crisis en el PSOE que se recuerda. Una casualidad que permite enlazar los dos momentos más bochornosos de la historia de este partido: evocar las fotos de Roldán en calzoncillos mientras se ejecutaba el golpe chusquero ideado por Felipe González, Susana Díaz y Juan Luis Cebrián contra el acorralado Pedro Sánchez.
La crisis viene de lejos porque, en la práctica, la socialdemocracia española no lo ha tenido fácil. Resucitado para contener con el peligro comunista mientras agonizaba el Caudillo, el PSOE tuvo la incómoda misión de asentar un escuálido estado del bienestar para, al mismo tiempo, comenzar desmantelarlo. Su virtud consistió en hacer ambas cosas a la vez con entusiasmo. Así, mientras inauguraba la modernidad con Almodovar, Barcelona 92 o la Expo, se pasaba sin remilgos al OTAN sí, la reconversión industrial, la guerra sucia, la Ley Corcuera o la precarización laboral. Era cuando González se vanagloriaba de preferir morir apuñalado en el metro del nueva York reaganiano a vivir en Moscú. Luego, tras el desmerengamiento de la URSS, la dicotomía ni se planteó y el influjo neoliberal, vestido de tercera vía, campó con la alegría de un niño en el tiovivo. El resultado final no solo fue el artículo 135 de la Constitución, sino ver al comisario europeo, Joaquín Almunia, convertido en vigilante implacable de que Rajoy no se quedara corto en sus recortes.
Las contradicciones que esto trajo fueron más o menos asumibles mientras el partido se proyectaba como la cara amable del sistema, dispuesto a bailar con Village People en las marchas gay, frente a una derecha carpetovetónica. También ayudaron, claro, esas puertas giratorias que hacían más llevadera la pérdida de poder a sus altos cargos que pasaban del gobierno al consejo de la corporación de turno. Y la cosa no fue mal hasta que la realidad cambió el guion: los españoles decidieron indignarse con la desigualdad, la pobreza, el trato de favor a los bancos y las familias desahuciadas, y aparecía un nuevo protagonista, Podemos, cuyo aliento calentaba la nuca de los socialistas.
Su reacción fue la huida. Una huida que, en el caso de Pedro Sánchez, acuciado por un aparato que le había puesto fecha de caducidad el día de su elección, fue hacía adelante. Así, aplicando la dudosa estrategia de afianzarse internamente enemistándose con todo dios, divinidad o aspirante a diosecillo del partido, lo mismo aparecía anunciando un pacto con Albert Rivera, que abogaba por otro con Pablo Iglesias y los nacionalistas, mientras con su “no a Rajoy” se disfrazaba de Salvador Allende para resistir los bombardeos de Prisa. Frente a él, Susana Díaz, travestida de Agustina de Aragón, lideraba con los barones la conjura. Disimulando con los oropeles patrióticos su apuesta por Rajoy y llenando todo de líneas rojas contra Podemos y los nacionalistas, la andaluza se lanzaba a la yugular de Sánchez. Su apuesta inhabilitaba al partido para afrontar los dos grandes retos del país: vertebrar una concepción integradora de España y construir una alternativa al destrozo social dejado por Rajoy. Era la huida a ninguna parte.
El resto ya es historia: el enfado de González, las dimisiones en la ejecutiva, Verónica Pérez como la única autoridad competente, andaluza, por supuesto; horas y horas debatiendo sobre el sexo estatutario de los ángeles, las lágrimas de Díaz, la renuncia de Sánchez. En suma, los socialistas, como en tiempos de Roldán, retratándose ante los votantes estupefactos, en calzoncillos y con las vergüenzas colgando. Ahora Javier Fernández, al frente de la gestora, tiene por delante la difícil papeleta de conducir al PSOE a una muerte natural o al suicidio. O lo que es lo mismo, apoyar a Rajoy o unas terceras elecciones. Afrontará la disyuntiva marcado por Susana Díaz. Así, el partido que despertó la ilusión en 1982 centra hoy sus esperanzas de supervivencia en que los españoles se hundan en el desencanto. Por el momento solo busca ganar tiempo. La huida continúa.
Y mientras tanto Rajoy espera. Por lo pronto ya ha conseguido que el ruido del PSOE ahogue el caso Gürtel, donde ex altos cargos del PP, incluidos los extesoreros Javier Bárdenas y Ángel Sanchis, se enfrentan a posibles penas de 148 años y siete meses, así como a multas por 132,6 millones (de ellos 188.303 euros al propio partido). Pero el presidente está tranquilo. Ha visto la foto de los socialistas en gayumbos y sabe que cuando quiera puede ondear sus calzoncillos como bandera. Española, por supuesto.
Artículo publicado en La Cartelera Turia
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